El percherón libre

 



Un cuento sobre la compasión el perdón hacia sí mismo.

Había una vez un caballo percherón que vivía en la ciudad desde hacía muchos años. Era de gran tamaño, corpulento, muy fuerte y toda su vida había utilizado su fuerza y astucia para cumplir con su labor de trasladar grandes cargas de un lugar a otro. Su vida era su trabajo. 

En el poco tiempo de descanso que tenía solía escaparse al campo a mirar el horizonte y sentir el aroma de la grama que tanto le recordaban a su hogar; sin embargo, casi siempre al estar allí también sentía una nostalgia tan incómoda que optaba por reunirse con los otros caballos del campo que jugaban en el fango. Bailaban sobre el lodo, se empujaban y se revolcaban entre relinchos y pasaban un buen rato que la mayoría de las veces les hacía perder la noción del tiempo y, generalmente llegada la noche, la mayoría ya estaba tan enlodado que se les dificultaba incluso salir del fango y cabalgar por lo que simplemente se abandonaban ahí y se quedaban dormidos. 

Esto comenzó a suceder tan continuamente, que en muchas ocasiones al percherón no le daba tiempo de remojarse en la laguna y simplemente regresaba a sus labores enlodado, oliendo mal y con moscas, y claro, con el cansancio de no haber dormido bien, pero como siempre se mostraba  dispuesto a realizar su extenuante labor de carga y traslado todo el día. 

Y así sucedió hasta que llegó el tiempo en que el percherón deseaba tanto seguir jugando en el fango que, muchas veces, se escapaba de su trabajo, galopando rápidamente para llegar y unirse al grupo de los caballos del fango, prometiéndose que solo sería un momento y volvería a la ciudad a buena hora para seguir. A veces sí volvía todo sucio y cansado, y hubo momentos en que realizando algún traslado se quedaba dormido, se le olvidaba a dónde iba o perdía la carga. 

Al suceder esto muchos humanos comenzaron a rechazarlo diciendo -de poco sirve un percherón tan grandulón que no sabe hacer lo que se le asigna. También otros caballos se burlaban y al verlo pasar murmuraban sobre lo mal que olía, lo fuera de forma que estaba y que era una vergüenza para su raza.

Estas palabras calaban su corazón tanto que comenzó a pensar que efectivamente era una vergüenza. Este sentimiento algunas veces lo empujaban a presentarse puntual a su trabajo, pero aunque así fuera ya no rendía lo mismo. Así que al pasar el tiempo, casi sin darse  cuenta ya había decidido que de todos  modos su vida no tenía mayor sentido si nadie lo aceptaba, por lo que se la pasaba con los caballos del fango, a veces  sin ellos, pero igual enlodado. 

Un día de esos en que estaba sólo dentro del fango con la mirada perdida, sintió caer una gota de lo que creyó ser agua de lluvia en su cabeza. Esta gota le recorrió la frente hasta el hocico y sin pensarlo, con naturalidad la bebió. Para su sorpresa esta gota tenía un sabor tan dulce como la miel. Entonces miró hacia arriba para buscar de dónde había salido esa gota dulce, pero no había nada, solo el cielo azul, las nubes grandes y los rayos cálidos del sol. Sus ojos se cerraron y otra gota cayó sobre su  cabeza hasta llegar  de nuevo a su hocico, y sí, seguía siendo dulce, no era un sueño ni un invento. En ese momento en que había tanto silencio y vastedad a su alrededor, tuvo una revelación: había perdido de vista la dulzura de la vida. Cada vez que había galopado al campo deseaba recuperar los momentos en que siendo potrillo corría libre sintiendo el viento en su melena, pero estando  allí no podía evitar también recordar aquellos momentos en que se sintió sólo y asustado porque sus padres lo dejaban fuera del establo por no haber respondido al llamado. Eran recuerdos tan crudos que sin darse cuenta buscaba olvidar y fue así que volvió el juego en el fango una actividad evitativa de su realidad. Allí no había juicios, allí la pasaba bien, no tenía que  demostrar ser el percherón grande y fuerte que todos esperaban, allí podía solo ser. Pero cuando ese tiempo terminaba su realidad seguía esperándolo. 

En ese momento de revelación, salieron tantas lágrimas de sus grandes ojos, que comenzaron a despegarle el lodo que ya tenía hasta en la cara. Se levantó y se remojó en el lago mientras los recuerdos de su pasado lo acompañaban, pero esta vez no huyó,  no los evitó,  esta vez los lloró y se dejó abrazar  por el agua que le despegaba el lodo que lo había cubierto.

Al salir del lago se sacudió y una ráfaga de viento le secaba la melena. En ese momento miró al horizonte y comenzó  a galopar, de pronto se sintió tan fuerte como cuando era un potro, galopaba a toda velocidad, sentía la libertad del campo dándole  la bienvenida. Disfrutaba tanto esta sensación que poco a poco comenzó  a ver llegar la noche iluminando con la luna y estrellas el cielo y comenzó  a bajar el ritmo. Cabalgando se dio cuenta de que la noche también lo acompañaba con los sonidos de los grillos, con la brisa fresca acariciándolo, y se sintió protegido, no había nada que temer, y tampoco nada que demostrar. 

Al día siguiente se sintió un caballo distinto. Sentía menos peso en su cuerpo, menos peso en su mente, menos peso en corazón. Cabalgó un poco por el pueblo y en eso encontró un hombre que necesitaba un caballo, le pareció agradable y se le presentó. El hombre le hizo saber que en aquél trabajo no podría pagarle mucho y que además el establo no le podía ofrecer las comodidades a las que estaba acostumbrado; sin embargo, tenía jornadas considerablemente más cortas a comparación de las de la ciudad y las cargas eran muy ligeras, además había buena comida y otros pocos caballos con los que podía convivir.

Ahora, así eran sus días. Cada tarde el percherón galopaba por el campo mientras en su mente  jugaba a ser potrillo otra vez, un potrillo feliz . Pero ahora no había miedo, no había  vergüenza, ahora se trataba de un percherón que había crecido y se había convertido en un percherón libre.




Escrito por Eugenia Macdonel Ascencio. 

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